Iría a la huelga.
Lo tenia decidido y por montera se echaba la pérdida del salario del día, la crisis, la necesidad objetivo ante su situación familiar. Ignoraría el miedo, la actitud farsante del bien queda ante los jefes. Soslayaría el reproche del orden imperante, la cruz en la lista del área de personal.
No le quedaba más remedio que apechugar con sus ideas y empujarlas aún a riesgo de acabar fuera de la carrera a ninguna parte.
Tradición consumada, la anarquía le venia de familia. Solo esperaba que alguien lanzase la primera piedra para sumarse a la turba y apedrearlos hasta desangrarlos. Movimiento de masas. Las cosas no cambian por las buenas, es parte del neandertalismo latino.
Estaba en el bando de los perdedores, eso también lo tenia claro pero a veces ganaba batallas que valían toda una guerra. La huelga sería una de ellas. Que se jodan.
Ignoraba a los sindicatos como quien evita mirar en un renuncio. La huelga era algo más íntimo, más que la lucha por el desmantelamiento de derechos adquiridos. El sentimiento de huelga residía cobijado en las historias que le contaba el abuelo mientras desayunaba churros. Esa era la base de todo; su lucha de clases, la guerra perdida, la cárcel y los caídos, los hermanos separados por el exilio, las manifestaciones de la mamá, sus carreras ante los grises y las hostias sin contemplaciones de la policia.
Se trataba de ser coherente consigo mismo y con su historia. No engañarla. Sabia que si no era consecuente con sus actos poco tenia que enseñar a sus hijos. De hecho, ahí residía el valor que le faltaba. Sus hijos, espejo de futuro.